miércoles, 21 de abril de 2010

INUSUAL PRIMAVERA

Como quiera que las noches llegan ahora calurosas toda vez que los fríos andan cediendo paso al albor de la primavera, mis desvelos se acentúan con la inusual chicharrina con que las sombras liberan la energía absorbida del sol durante el día y que asciende desde la calle colándose en la habitación. A través de la ventana circunstancialmente abierta debido al calor, llegan los cantos persistentes de los grillos que atravesando los delgados cortinajes que separan mi descanso de su ajetreo se cuelan en mis oídos con la agudeza afilada de un dardo. Son consecuencia, calor y grillos, del tan manido cambio climático que se muestra capaz de alterar también mis funciones biológicas y que alternan mi descanso con una especie de duermevela desde la que se percibe la realidad de manera trastornada, confusa, como si se tratase de un sueño.

Durante alguna de esas veladas infames, harto de rodar entre los relieves húmedos de las sábanas, cubro mi cuerpo con cualquier cosa y salgo a la noche entregado a la esperanza de que una leve brisa ponga orden en los pensamientos hastiados con que el insomnio me abastece. Y paseo un rato.

Suelo hacerlo por el parque que río arriba conduce hasta las ruinas de una antigua posada de la que apenas quedan un centenar de sillares desperdigados por el descampado y la estructura, casi íntegra, de un pozo tal vez seco, cuya espesura de boca negra no permite adivinar su profundidad. Ni siquiera la vertiginosa caída de una piedra es capaz de devolver el sonido delator de su impacto con el fondo. Profundo y oscuro como un infierno. Infinito. Allí suelo concluir mis noctámbulos paseos apurando un cigarrillo cuya colilla acostumbro a expirar arrojándola en las fauces de la siniestra negrura antes de retornar a casa.

Ocurre que en una ocasión, justo antes de iniciar el retorno, percibo un suave arrullo, una triste melodía de dulces notas que desde las sombras sesga la noche quieta. Es un canto desconsolado, claramente perceptible, que guía mis ojos en la negrura abisal abriéndose paso a golpe de lunas, entre las zozobras profundas de lo desconocido e insondable.

Como quiera que mis ojos no consiguen adentrarse más allá de la penumbra, enfiló ligero a casa a procurar la candela que permita romper la venda sobre mis ojos y regreso jadeante, pertrechado y sudoroso a la aciaga boca donde continúa la sinfonía de quejidos lastimeros.

¿Hay alguien ahí? –grito nervioso, mientras amarro el quinqué al extremo de una soga- ¿hay alguien?...

Y mi grito se sucede en una pertinaz cascada de grotescos grititos gemelos que descienden rebotando por las paredes de la oquedad hasta que se pierden devorados por la espesura.

Silencio denso, elástico, vertiginoso, desesperante… ciego.

Con angustia y lentitud desciendo la luminaria por las húmedas entrañas deshaciendo su misteriosa apariencia a medida que la luz avanza. Es profunda la sima y tenebrosa. Apenas dispongo ya de un par de metros de soga cuando dos lucecitas resplandecen más abajo. Solo de un metro cuando las luces se transforman en dos ojos inmensos, brillantes como una estrella que desde el blanco rostro de una niñita me miran desconsolados.

¡Desata el quinqué bonita! –chillo desencajado. ¡Y agárrate fuerte a la cuerda!

La noto asustada cuando obediente libera el candil y se agarra fuertemente al hilo de la esperanza.

¡Por nada del mundo la sueltes, pequeña! –ordeno. Y comienzo a tirar de la cuerda mientras el farolillo agoniza su combustible y se funde con la oscuridad del fondo.

A medida que asciende, sus facciones se consolidan alumbrándose en las platas de una luna mortecina. Su carita es un óvalo perfecto compuesto por la suma de blancos y suaves relieves que brillan desde los humedales de un mar de lágrimas vertidas inminencia de un miedo atroz. Sus labios gruesos y jugosos aparecen pálidos por el frío y tiemblan ateridos. Sus ojitos de mirada gigante y verdadera miran por dentro de los míos y se cuelan hasta el alma. Es la niña más bonita que yo haya visto jamás. También la más desvalida.

Cuando ya sus manitas de porcelana están al alcance de las mías sujeto la cuerda con una sola y con la otra me brindo hacia su ser de cristal.

Y ahora, mi niña, suelta despacio una mano y agárrate fuerte a la mía –le digo con tanta dulzura de la que soy capaz. No tengas miedo porque yo soy muy, pero que muy fuerte.

Obedece temblorosa y veo en su carita de luna reflejarse miedos profundos, temores de pecho adentro. Su manita está muy fría. Es suave y frágil, casi temo fraccionarla cuando la atrapo con firmeza

Y ahora, cariño, dame la otra –pido mientras doy libertad a la soga.

Obedece y la cuerda se pierde en las tinieblas mientras su otra manita se aproxima a la mía libre.

No se si a causa de que mi mirada anda perdida en la suya, o de la fascinante emoción con que mi alma la contempla, o a un hechizo, o al destino, o a la fatalidad que siempre me persigue; pero repentinamente su piel toma textura oleosa y sus deditos se escurren como un pez de entre los míos. Sin pestañear siquiera su carita se hace cada vez más y más pequeña. Su palidez de luna impoluta se convierte en ceniza y en sal…

Cae, cae sin remedio succionada por una fatal y violenta fuerza que la arranca con un ímpetu desmesurado de mis manos, de mi vista y de este corazón mío que se desgarra por el dolor preso de una tremenda locura que me invade el alma. Y cae, cae sin remedio perdiéndose para siempre en el profundo dolor del que provino.

Un segundo. Solo un segundo antes de escuchar el sobrecogedor impacto del cuerpo estrellándose contra el suelo pedregoso, mi mente se ilumina con una chispa de luz, con un póstumo aliento de cordura que resulta suficiente para comprender que no es ella si no yo quien tan vertiginosa caída está padeciendo.

Luego ya apenas queda nada, solo el horrible ruido del crujir de todos mis huesos contra un lecho de sombras y ese dolor intenso, punzante, que como el canto de un grillo atraviesa mis tímpanos y la razón desde la calurosa noche de una inusual, incipiente y anómala primavera.

© Miguel Veiga / 18032009

1 comentario:

poca luz dijo...

...no sólo te doy mi más sincera enhorabuena por el aqüeducte de bronce, te lo doy además por tu exquisita manera de escribir.
Un beso, artista.

...uhmmm (soy pocaluz!) :)